Te quiero contar esta historia
porque es de esas que vale la pena leer o escuchar, aunque no tiene grandes hazañas
(aunque quizá si desde algún punto de vista) pero de esas donde los héroes marcan la
diferencia y curan el alma del mundo.
El se llamaba Bonifacio, de nombre antiguo, de un abuelo decía, que como buen hombre de campo, fue criado y versado en las miles de
formas que tiene la naturaleza, experto en animales y sus costumbres, pero que
solo fue capaz de desentrañar los misterios de las letras lo justo para ubicarse en este
mundo de reglas y directrices incomprensibles.
No tenía muchas estaciones cuando conoció a una morenita de largas trenzas llamada Dalia. Al principio y porque
la norma lo exigía, pidió permiso a su abuelo (a quien visitaba seguido) para
conversar con ella.
El tenia 16 y ella 12, cuando ella cumplió 18 se casaron en
un matrimonio pomposo de pobres lujos y desbordante de emoción.
El pronto decidió arrendar un
campito como mediero y hacer una casa carente de lujos de la que ella a punta de
esfuerzo y amor, convirtió en un hogar. Su rutina empezaba de madrugada ordeñando vacas
para ir a vender la leche y luego dejarlas en el campo para dirigirse a
trabajar a las forestales de la zona.
Ella, empezó con la ceba de chanchos y la
cría de niños, que en medio de años que solo tenían primaveras, pronto fueron
9.
El secaba su piel y alma al sol con el solo fin de que todos sus hijos se
educaran y ella, a punta de correazos y amor, hacia que los hijos no se
desviaran del camino.
Y así se acumularon los años,
mas de los que cualquiera podría contar, con historias para llenar bibliotecas,
una historia sin adjetivos rimbombantes ni palabras altisonantes que
confundiesen.
Cuando ella se enfermo, la
llevo todos los días al hospital, mientras estrujaba la fe por un milagro que
curase ese cáncer que le encontraron a ella, pero que escapaba de las manos de
los médicos y solo tenía espacio en las manos de un dios al que le rogaba su atención.
Le exigió al más joven de sus
hijos, que estaba de novio, que adelantase la boda, ya que ella los quería
dejar a todos cuidados e irse tranquila.
Bonifacio lloraba solo en su camioneta
cuando nadie lo veía, ya que llorar no es de hombres y ella lo necesitaba
entero.
Fue un 15 de septiembre el que
decidió irse, dejándolo desolado y con las fiestas patrias más amargas que
pudiese recordar.
Y habían pasado 2 años, pero aun la recordaba a su compañera de
la vida y sus ojos le lloraban cuando se le metía algún recuerdo suyo.
No es una gran historia, es
solo una contada en la oscuridad de un bus que viajaba de Santiago a Puerto Montt,
ante un interlocutor desconocido y asombrado, al que sin saberlo le curaba el alma, y le
dejaba un dejo de esperanza de amor en el mundo.
Bonifacio y Dalia seguían
cambiando historias sin saberlo.