“El pobre perdió la cabeza por culpa de una mujer” dijo mi madre. Me
soltó esto a quemarropa, como quien habla del clima, como si no tuviera conciencia
de la gravedad fantástica de sus palabras, esto, cuando le pregunté por ese
señor sentado en la mitad de la acera y la mirada fija en la nada, dejando la
sensación que su único nexo con este plano era el fuerte olor que expedía junto
a los retazos de tonos tristes que lo cubrían y parecían nacer del cemento
caliente.
- “Ese pobre Manuel esta así por no ir al colegio (otra
de esas bizarras e inútiles lecciones de vida con las que atacan los
adultos) y porque una mujer le hizo
perder la cabeza” continuó en el mismo tono.
Aún hoy, siento sorpresa al pensar en la segunda parte
de esa frase, tanto por la obviedad de que aún tenía puesta la cabeza, y que
las niñas junto a las mujeres, eran sólo seres sin gracia que no sabían jugar a
nada, no se les podía pegar y producían extrañas sensaciones que aún hoy no
entiendo muy bien. De todos los miembros de esa raza misteriosa, el único
representante interesante era mi Mamá, pero que con este tipo de declaraciones
me hacían dudar de su sano juicio.
Sin querer alejarme y volviendo a la figura que
despertaba mi curiosidad, la leyenda decía que este hombre descabezado escondía
un cuchillo descomunal con el que destripaba a quien osara mirarlo de alguna forma
que no le agradara, y a veces, incluso por puro placer. De hecho se convirtió
en figura recurrente de pesadillas, las que sólo logré exorcizar lanzando de
mala manera estas letras sobre el teclado.
En
uno de mis recuerdos mentirosos lo veo de gigantes proporciones, largas e impenetrable
barba gris, como un reverso sin technicolor del viejo pascuero, carente del
aspecto bonachón, y con dos piedras grises por ojos que explotaban cosas con
solo proponérselo. No fue hasta la época en que ya se había desvanecido su
fantasma que supe su historia.
Repollo, así lo llamábamos los niños sin saber
por qué, pero que parecía un nombre más justo que Manuel, había llegado de niño
al pueblo junto a su madre, una mujer pequeña de silencios eternos y tez morena
autóctona, coronada con largos cabellos decolorados de tanto pensar. Llegaron
con la primavera, pero lejos de la actitud alegre de la estación, una comadre
les había contado que estaba buena la pega por estos lados y que estaba más o menos cerca Santiago, lo
que era muy bueno ya que era donde vivían sus hermanas. Así que sin dudarlo,
pero sin ningún sentido de aventura, agarró a su cabro chico, dejando a un
marido cruel que los golpeaba con mayor o menor intensidad según el clima y que
se dio cuenta de que ya no tenía familia, sólo cuando gritó que alguien
comprara vino.
Repollo
junto a su Madre, hicieron un viaje de varias horas hasta llegar a este sitio
de campos eternos y simpleza de vida. Pronto averiguaron que cerca de la cancha
de fútbol arrendaban unas piezas, las que a su vez estaban cerca de algunos de
los campos donde se podía trabajar. Ignorantes de comodidades, empezaron
construyéndose un pasar con la poca plata que ganaba ella como cocinera,
mientras él era iniciado en los misterios jamás desentrañados del silabario de
misía Irisita, la dueña de la casa donde su madre trabajaba. Los veranos pronto
dieron paso a los otoños, inviernos, ocasionales primaveras y los años se
acumularon demasiado, antes que cualquiera se diera cuenta. Sin jamás siquiera
leer su nombre, se empezó a convertir en adulto entre podas de árboles,
cosechas, partidos de fútbol y tinajas de vino que reemplazaban el agua en casi
todo momento.
Pronto
sus compañeros de trabajo advirtieron que el pelo ya empezaba a salpicar su
cara, como testimonio que sus intereses estaban cada vez más cerca de las
faldas.
Fue
así como un día cualquiera y tras el pago del jornal, lo invitaron donde la
Rosa Caliente. Se asustó un poco con lo de la invitación, ya que su madre le
había asegurado la entrada al infierno por sólo pensar en visitar lupanares y
porque los rumores de lo que allá ocurría eran siempre exagerados y confusos.
El
local de la Mama Rosa o Rosa Caliente como la llamaban a sus espaldas, era un
local de mala muerte y alegre vida no muy lejos de la calle principal del
incipiente pueblo. De rojo apasionado en su fachada y herméticas puertas de
madera que impedían toda posibilidad de saber los delirios nocturnos de su
interior. Regentado con mano dura y corazón de oro por la Mama Rosa, era un
lugar donde las penas habían sido
desterradas en su inauguración mediante conjuros, bailes y alcohol sin
santificar.
La Mama
Rosa era una mujer grande con cara estucada y pintura circenses, de carácter
fuerte, famosa por sus amores tempestuosos, públicos y breves. De pelo rojo
químico y labios finos de rubí, tenia una maravillosa sonrisa incompleta y poseedora
de palabra fácil. Dueña de todos los sueños de sus protegidas y de las
historias sin moralejas que ocurriesen en toda la provincia. Víctima del mal
congénito de no dormir jamás, decidió hacer de la noche su reino donde sus
súbditos iban desde autoridades rimbombantes hasta el peones de potrero, los que
secaban su piel en el surco para arrendar unas horas de afecto físico. La
sensualidad de Mama Rosa no murió ni con los disparos que la experiencia y el
tiempo le dejaron en la piel, ni las tristezas novelescas que aparecían cada
tanto.
Este
era el único local de muchachas de la zona, las que curaban de virginidad a los
primerizos y beatos, apagaban el calor de bajo vientre de los solitarios y eran
compañía de maridos solteros. Todas eran cuidadas tiernamente por Mama Rosa, a
ninguna le faltaba su lugar caliente para dormir o alguna de las necesidades
básicas con las que pudieran contar. Poblado con innumerables huachos, el local
tenía un pequeño ejército de mozos y guardias que jamás permitieron que a nadie
le fuera faltado el respeto. La noche en cuestión, lo habían obligado a ir a
punta de empujones y bromas al mentado local, aunque no fuera realmente no era
desgana sino el miedo el que le impedía ir, era como si tuviese un presentimiento de lo que iba a
pasar. Una vocecilla callada que resonaba en su cabeza con alarmas de malos
pronósticos, pero como nunca la había tenido que escuchar, ese dia simplemente
la ignoro. La noche que lo llevaron por primera vez, tocaban boleros sufridos las guitarras con
hambre y el bullicio de fiesta era sólo interrumpida por discusiones amigables
que alzaban la voz por el ruido feliz.
Una
de estas santas magdalenas se alzaba sobre las demás. Su nombre era Inmaculada.
Inmaculada,
junto a la ironia de su nombre, era la más graciosa y querida de todos, la joya
del local, de tiernos años sin contar y experiencia de veterana de guerra. De
proporciones pequeñas, ojos ocre y cubierta por una piel de porcelana teñida.
Compensaba su pequeño tamaño con su risa antediluviana y humor inquebrantable.
Cuando
Repollo se dio cuenta que ella estaba mirándolo fijamente desde el fondo de la taberna,
se creyó morir. A ratos la miraba y ella sonreía, mientras era cortejada por
los borrachos y los tristes que mendigaban un poco del cariño en venta. De
pronto levantó desde su rincón sonriéndole y avanzó caminando con ritmo
caribeño hacia su sitio. Coqueta y sonriente, con las manos en donde terminaba
su pollera y empezaba una blusa sorprendente de color verde olivo que mostraba
lo necesario para causar emoción.
– Pa mí que este es pajarito nuevo.- rió.- Haber
mocoso, ¿que andái haciendo por estos lados?- le dijo. Meneaba
sus herramientas de trabajo y se le plantaba al frente mirándolo divertida. El
trató de concentrarse en los colores sucios y detalles inexistentes del suelo
con la esperanza de que ella se iría si no mostraba interés.
-
Vine a tomarme unos vinos con los cabros.- contestó quebradamente con la
seguridad diluida en un hilo de voz, mientras ella calculaba en cuanto irían
sus escuetas finanzas.
Lo
tomó de la mano con la firmeza de que no aceptaría un no, y lo guió a una de
las piezas armadas precariamente tras la taberna, mientras sus compañeros
aullaban eufóricos consejos impropios y físicamente imposibles.
-
Haber que es lo que traes cabrito.- le dijo tocándole desfachatadamente una vez
encerrados, lo tocó como ni él lo había hecho y mientras la dejaba hacer, se le
empezó a hinchar el pudor y cayó en cuenta que iba a hacer lo que tanto comentaban
los demás.
Tratando de parecer más experto la abrazó con fuerza a
la altura del cuello, y tras unos movimientos, sintió morirse la conciencia del
tiempo y nuevos sentimientos explotaron en su corazón sin uso. Se alejó
ensopado de ella mientras la miraba desilusionado de lo efímero de su debut. Buscó, nuevamente y avergonzado, el suelo con la
mirada y murmuró una disculpa por el pobre desempeño, rastrojeo unos pesos en
el bolsillo para pagar el cariño recibido y su pase a la hombría.
- No
te preocupí cabrito. Es normal que vayas cortina tan rápido en la primera.-
dijo mientras liaba un pucho y volvía a toquetearlo sabiamente buscando
despertar lo recién fenecido.- La primera te la regalo, ahora le tení que poner
empeño.-
Así fue esa primera noche de amar y amar, mientras
aprendía nuevos usos a su cuerpo y su sueldo desaparecía aprendiendo a morirse
entre lágrimas y sudor.
Pronto se hizo asiduo, semana a semana, y algunas
veces hasta tres veces a la semana, de ese olor a humo mezclado con humedad,
del que se había vuelto un adicto. Pagaba contento lo que le pidieran,
convencido que no pagaba nada para lo que recibía. Incluso cuando falleció su
madre se fue a pasar las penas entre sus piernas, mientras se decía a sí mismo
entre sollozos que no podía haber nada más rico y lo mucho que extrañaría a su
vieja. Pasaron dos años en este ritmo desenfrenado sin fallar nunca, entre
bromas de espera al casorio de la Mama Rosa que usufructuaba de este amor
sincero y mientras nuevamente el otoño seguía al invierno y la primavera se
hizo más larga que nunca.
Pero
siempre llega el invierno, y este empezó cuando una tarde no encontró a la Inmaculada
por ningún lado. Esperó pacientemente por si hubiera perdido el turno y
estuviese con otro. Si hubiera sabido de la existencia de las horas y los
minutos habría sabido de lo mucho que estuvo sentado en ese sitio antes que lo
echaran porque era la hora de la dormir y había que descansar la mercadería. Salió
perplejo por lo raro de todo esto y decidió volver esa misma noche, quizá
mostraria un poco celoso para que a la Inmaculada le quedara claro, que al
menos para él, esto no era algo solamente comercial. Cuando pasaron 4 noches
sin saber de ella y por culpa de su timidez de santo, hizo el titánico esfuerzo
de preguntarle a uno de los huachos por la Inmaculada.
- Se
fue - dijo el niño ignorándolo perpetuamente, mientras nuestro héroe trataba de
entender el misterio de lo revelado y buscando un asidero por este embate de la
vida. Le hizo la guardia a Mama Rosa que había partido a visitar unos parientes
por allá cerca de Yumbel. La esperó dos semanas de 7 a 11, antes y pasado el
meridiano, mientras su única compañía eran los sístoles y diástoles que marcaban
una canción macabra en su corazón. Esperó en la entrada, mientras preguntaba
mecánicamente cada dos horas si se sabía de la Inmaculada o si Mama Rosa había
avisado cuando llegaba.
Cuando
al fin regresó de su viaje la Mama Rosa, lo hizo llena de cajas, verduras, un
par de animalitos y una actitud de turista ausente por mucho tiempo, pero no la
dejó ni siquiera instalarse para preguntarle si sabía de la Inmaculada.
- Pucha Cabro, no alcanzó a despedirse, renunció para
volver donde su parentela allá en el sur. Parece que tenía a su Taita enfermo y
con la plata que juntó con su merced, le alcanzaba para parar la casa un tiempo
y poder dejar esta pega de alegrías ajenas.-
- ¿No sabe Ud. por donde sería eso?- le preguntó entre
dientes mientras empezaba a adoptar ese modo de hablar que se hizo más enredado
con las años y muy confuso hacia el final. Ante la enésima negativa de no
conocer su paradero y finalmente siendo expulsado de este edén por el acoso,
empezó a sentir como se llenaba su cabeza de una presión desconocida.
Se
quedó un momento parado mirando la puerta del local tras la última negativa y
empezó, de pronto, a correr. Corrió como alma que llevaba el diablo, como si
huyendo de esa casa de placeres pudiera el dolor quedar encerrado ahí, junto a
los suspiros y las sabanas húmedas.
Cuando
finalmente cansado de correr se sentó contra una pared, lloró. Lloró entre
gritos y mocos por su Taita desconocido que sólo había dejado cicatrices
físicas en recuerdo, por su madre que no había dejado huella sino sólo timidez genética,
lloró aún más por sí mismo y por esta soledad fruto de su racha de amor, pero
por lo que más lloró fue por esa hija de mala madre que se había mandado a
cambiar sin dejarle una seña de donde buscarla.
Lagrimeó sentado en el mismo sitio
por semanas hasta que perdió el trabajo y la casa. Siguió llorando hasta que se
le acabaron las lágrimas, aunque igual continúo haciéndolo por mucho tiempo más
solo en su mente. Y así fue como se encontró en otro plano, donde cambiarse de
ropa o un baño eran las costumbres incomprensibles de seres terrenales y la
realidad se definía por el clima y la temperatura. Su historia se hizo famosa
sin detalles y sólo quedó esa aura de moraleja triste con la que se construyó
su leyenda.
Cuando con los años descubrí esta
historia, y ya sin viajar en naves espaciales de madera, recorrí nuevamente las
calles en su búsqueda, esperando encontrármelo en alguna esquina, ignorante de
que la muerte ya se lo había llevado. Esperaba, al menos, encontrarme con su
recuerdo mientras sus ojos de piedras grises estuvieran perdidos en el
horizonte buscando incesantemente, sin recodar a que se refería exactamente,
algo que alguna vez se llamó Inmaculada.