domingo, 25 de noviembre de 2012

Las Memorias de mis Putas Felices


Primero quiero presentarme, soy Zienke  Delirand. Un usuario de bajo perfil de Twitter que en su identidad secreta lucha contra las fuerzas del mal mientras su novia no tiene la más mínima idea de por qué usa sus calzoncillos por fuera. Espero esta sea la primera de algunas colaboraciones, todas sin moraleja y más de alguna que dejará preguntas fantásticas en el aire como por ejemplo: ¿Qué diablos pensaba el Diario El Pilin en dejar escribir a este tipo?
Es sabido, por el que ha tenido el deshonor de leer mis twitts, de mi fascinación por las malas palabras, por los bohemios, las putas y los mentirosos. Y justamente es uno de mis temas recurrentes y sin sentido el que me hace enviarles estas líneas de sabiduría de plástico desechable.
Esta mañana me topé, en mi revisión de noticias, del cierre de La Tía Olga en Concepción.
La mencionada Tía Olga, ubicada en calle Ongolmo 1153, como indican colaboradores de este diario, es un lugar famoso de amores en arriendos privados y breves, cierra tras 65 años de pasión ininterrumpida y amores prohibidos.
Si bien sólo pase un en un par de viajes de mochileos por afuera de las instalaciones de la puerta color verde, como quien pasa ante cualquier institución (aún busco algunas fotos que orgulloso me saque en su entrada) en mi calidad de Santiaguino estudiante y en quiebra, jamás pude disfrutar de ir a conocerla y escudriñar su calidad de leyenda.
Leer del tema me dejo esa sensación de fin de una era, como cuando echan abajo a un lugar bello y favorito o ese amargo sabor que nos deja la modernización en su afán de arreglar lo que no está roto.
Me quede pensando en esos hogares de mala muerte y alegre vida, lugares donde se curaba de virginidad a los primerizos y más de algún beato, o apagaban el calor de bajo vientre de algunos esposos ejemplares. Me quede pensando en esas vírgenes de alma que sus fieles adoraban día a día y jamás recibían el pago justo para lo que en realidad entregaban. Recuerdo historias que ellas me contaban de cuando muy joven me fui a vivir solo al centro de Santiago y termine de vecino de varios lupanares y adoptado sin ninguna malicia por varias de estas señoras a las que jamás les vi un gesto que remotamente recordara su oficio, salvo alguna mala palabra y enseñanza épica que me sirvió varias veces en viajes y a lo largo de mi vida.
Recuerdo historias de la enorme cantidad de clientes que no pagaban por amor físico, sino por un simple abrazo y la mentira de que eran amados por unas horas, siempre acorde a la tarifa establecida.
Alguna vez pregunté por historias más escabrosas y para mayores de 35, pero la ilusión se apagó, ya que la mayoría de los clientes solo tenían el mal congénito de la timidez y que jamás habían visto nada muy raro. Estas líneas son solo un homenaje a todas esas damas y señoras que dedican su vida a esta profesión de felicidad ajena y crítica pública. A esas valientes que optaron por un rubro cuestionado y rechazado por muchos, pero que sus hijos jamás preguntaron de donde venía. Si bien más de alguien podrá y cuestionará estos recuerdos mentirosos, solo quiero homenajear, pero siempre dentro de un marco de respeto.

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