En una declaración simplista y pobre de mi
adultez, cosa que aun el día de hoy dudo que haya llegado, cuando tenía 20 años
me decidí ir a vivir solo. Mi primer departamento quedaba en Alameda con Mac-iver,
un edificio antiguo donde conseguí un departamento con un ambiente con un tamaño equivalente a los dos dormitorios de
los actuales, de baños preciosos y amplios, no como los de ahora, donde podí
ducharte, cagar y cepillarte los dientes al mismo tiempo. Pero no nos
apartemos, hoy no hablare de mi primer sucucho donde me inicie seriamente en
los misterios del amor, touch and go y varias borracheras de carácter bíblico.
No, hoy recuerdo a la gente del mismo piso, en el que debían haber sido unos 10
departamentos por piso, los que estaban todos “ocupados” pero en estricto rigor
solo vivía yo y unas adorables señoras que en más de una ocasión me regalaron
una tacita de azúcar y algunos almuerzos para el pobre niño que vivía al frente
y que cada día estaba más flaco me decían.
Todos los demás departamentos eran lupanares,
casa de lenocinio y una que otra casa de putas. Empecé a sospechar de esto
cuando me di cuenta de la gran cantidad de mujeres que transitaban en mi piso a
toda hora, muchas tenían llave de un solo departamento y la no menor cantidad
de señores que cada vez que me los encontraba en el pasillo, miraban el cielo o
el suelo tomando actitudes que con los años copiaría para perfeccionar el arte
de hacerme el huevón.
A la tercera vez que coincidí con una guapa
muchacha en el ascensor (de la que ya sabía que se bajaba en mi piso) le hice
algún comentario obvio del clima o algo por el estilo. Cuando vi que capte su
atención, tire una talla fácil, robándole una sonrisa que era mi premio y
certeza de que había roto el hielo.
Pero espere pacientemente un par de semanas,
donde cada vez que la veía la saludaba, hasta que en alguna oportunidad pase a
saludarla de beso en la mejilla, todo mi plan iba de maravillas (aunque
confieso que a esa altura juraba de guata que eran agencias de promociones, y
ella seria mi puerta de entrada a conocer montones de promotoras guapas, bien
huevon, lo se) por lo que en uno de esos paseos, me la encontré con una amiga o
compañera de trabajo y como venia de la botillería con la dosis de ese día, las
invite a compartirla y conversarla en mi departamento.
Antes que su imaginación explote, yo aun
pensaba que eran promotoras, y hasta ese momento mi flaca y desgarbada
contextura no atraían a nadie y de mis pocos éxitos, el merito lo tenía mi
manejo desde muy temprano de las palabras (puro y sin diluir cuenteo) y más de
algún polvo gracias a un bendito destilado.
En fin, el alcohol empezó a correr por las
copas, las risas se hicieron fáciles y en algún momento les pregunte si vivían
ahí. – Claro, me dijo mi amiga, vivo con 8 amigas más.
Yo ya estaba con varias neuronas suspendidas
por los grados alcohólicos y me fui en preguntarle por las dimensiones de ese
gigantesco departamento, el que imaginaba enorme. Ellas reían a carcajadas y al
rato (dentro de mi pocas reglas de vida está jamás comer prietas y no ser mucho
rato huevon) me di cuenta que me palanqueaban. Somos damas de compañía me dijo
finalmente.
Ah? – respondí perplejo (ok, ese día no mantuve
mi regla de no ser huevon mucho rato) Que somos putas!! Me grito la otra
acompañándolo con una carcajada enorme que me sonó mas a triste que a triunfal
cuando advirtió que no había entendido la primera declaración.
“Acompaño
tipos por plata – Me explico pedagógica – cachaste ahora?”
MI mandibula parecía desencajada del asombro,
pero al fin saliendo de mi huevonés, incluso disipándose los vapores del
alcohol, y rebalsando de morbo, les dispare un millón de preguntas. Y les diré
que eran gente re normal, no habían historias pornográficas para mayores de 35
(o al menos que las que habían eran bastantes más suaves que las que había en
mi imaginación de hormonas en erupción) fue sorprendente darme cuenta que solo
eran personas que iban a su pega, la hacían y después se iban a casa como
cualquier hijo de vecino. Incluso mi decepción fue grande cuando me contaban de
la enorme cantidad de gente que pagan una hora de su tiempo por que los
abrazaran y simularan que los querían.
Me contaban que de vez en cuando llegaba alguno
con su perversión elaborada, ávido de complacerla, y que se iban fustrados
cuando la realidad era bastante más ínfima que la de su imaginación. Hablamos
hasta alta horas de la madrugada, no hubo ni un lejano atisbo de insinuación,
de hecho lo único desfachatado era su lenguaje coprolalico y de chuchada
perfecta.
Pase ese año compartiendo habitualmente con
ellas, sus tallas en el pasillo o sus gestos de fome o triunfo cuando veía
saliendo a algún cliente que me miraba extrañado preguntándose porque cresta
sonreía.
Con los años y gracias a malas interpretaciones
de mi parte de la música de Sabina, las eleve a un carácter romántico, comenzando
una fijación que duraría una vida, admirando (desde un punto de vista de
lastima mezclada con fascinación) la profesión, maravillándome con las
historias que escuche con los años y aceptando mi único rasgo de timidez o ego
de jamás recurrir a ellas pagando el valor del cariño en oferta.
Desde ahí que me encantan las putas. Pero ojo,
con esto no me refiero a las mujeres de vida fácil que algunos llaman así por
vivir su sexualidad libremente y en un dejo de machismo draconiano. Hablo de
esas profesionales que por una dadiva económica son tu mejor amiga, amante, y
amor de tu vida por el tiempo acordado en su tarifa. El mercado de la soledad,
da grandes dividendos, siempre que se mantengan dentro de un marco de respeto.
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